Afrontar una enfermedad muy grave, ya sea propia o de una persona cercana, es un trance difícil que se agrava cuando se trata de una dolencia para la que no existe cura ni tan siquiera la información necesaria para poder afrontar su diagnóstico o tan siquiera su evolución. Ese es el caso de muchas de las enfermedades calificadas como raras, que son las que afectan a tan solo una de cada 2.000 personas.
Dentro de esta «excepcionalidad», existen multitud de dolencias que tienen en común el elevado coste de los tratamientos en los contados casos en los que éstos existen. Por este motivo, muchas de las familias afectadas se ven obligadas a exponerse públicamente para intentar concienciar a la población y, sobre todo, a las administraciones de la necesidad de invertir en investigación y financiar los medicamentos que precisan.
Entre ellos se encuentran los que están en la lista de los fármacos más caros del mundo, con costes inasumibles que alcanzan los 300.000 euros al año. En lo más alto de ese ranking están Soliris o Vimizin, vitales para personas como Miguel, Rocío o Patricio. Padecen tres enfermedades diferentes pero tienen en común la necesidad de estar conectados, de por vida, a esos fármacos.
Miguel, que ahora tiene 17 años aunque físicamente aparenta 6, padece el síndrome de Morquio, que en España afecta a 40 personas. Produce anomalías esqueléticas graves, pérdida de audición y visión, lesiones hepáticas, cardíacas y respiratorias. Hace tres años la familia, que reside en A Coruña, supo que existía un tratamiento cuya fase de ensayo acababa de terminar y que el laboratorio daría a 8 personas en España una muestra gratuita ocho meses. Miguel y otro afectado gallego estuvieron entre los elegidos. «Celebramos haber tenido semejante suerte, dentro de lo que cabe, y empezamos con el tratamiento pero pasado el plazo nos dicen que para seguir son 300.000 euros por paciente al año y que el Ministerio de Sanidad no se hace cargo», explica Alejandra, la madre de Miguel. Hubo otros enfermos que ni siquiera tuvieron una oportunidad. «Prácticamente les dijeron que como la enfermedad estaba tan avanzada no valía la pena. Es terrible», añade.
Tras el periodo de prueba empezó su «batalla» en los despachos. «En el tiempo que lo habíamos tenido Miguel notó una mejoría tremenda porque frena la degeneración, prácticamente dejó de usar la silla de ruedas, aguantaba más tiempo en pie y recuperó el buen humor que le caracterizaba siendo niño», explica. Por ello, pasados unos meses decidió ceder a las «presiones» de familiares y amigos y hacer pública su situación para forzar a la Consellería de Sanidade. «A mí me daba cosa porque me habían dicho que sí pero pasaba el tiempo así que me dije que adelante», añade Alejandra. Se pusieron en contacto con la prensa, abrieron una petición a través de la plataforma Change.org que logró más de 120.000 votos, otro perfil en Facebook y al poco tiempo la Xunta llamó y Miguel pudo reanudar el tratamiento, cuatro meses después. «Estoy convencida de que eso fue superimportante y definitivo para conseguirlo», remarca Alejandra que siempre rechazó donaciones. «Todo el dinero que hubiésemos podido recaudar se habría agotado porque 6.000 euros por semana son inasumibles», recalca. Cada jueves desde entonces, «peregrinan» a Santiago para recibir durante cinco horas por vía intravenosa el tratamiento. «Es una más de las múltiples citas médicas que tenemos en la agenda y eso no hay trabajo que lo resista», añade.
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