A través de un parto natural y con 2,70 kilos, Iván Fernández vio por primera vez la luz en septiembre del 2001 en el hospital Neonatal. Unas manchas color café en su piel despertaban sospechas. El bebé fue inspeccionado por infectólogos, pasó 15 días en terapia por un problema estomacal y finalmente fue dado de alta.
Sus primeros pasos fueron complicados. María Soledad Escudero -39 años, exempleada doméstica y mamá de Iván- relata que el niño crecía apenas pocos centímetros y que la lucha contra la balanza era cosa de todos los días: siempre estaba por debajo del peso normal. Tras peregrinar por estudios y por especialistas, cinco años más tarde, en un chequeo de rutina, alguien notó algo anormal en sus huesos. Otra vez esas manchitas marrones.
Siguieron más y más estudios hasta que los Fernández, sin empleo formal ni cobertura social, llegaron al diagnóstico: displasia fibrosa poliostótica, algo que traducido al criollo vendría a ser como un síndrome metabólico, en apariencia de origen genético, que puede provocar alteraciones en huesos, piel y sistema endócrino, como pubertad precoz.
El síndrome de Iván es una de las siete mil Enfermedades Poco Frecuentes (Epof) identificadas por la Organización Mundial de la Salud. La demora en el diagnóstico, así como el agravante de las secuelas por el paso del tiempo, son historias que se repiten en la mayoría de los casos. Los médicos desconocen estas patologías -que no suelen formar parte de la currícula, sino en la letra chica de los libros-, y los síntomas pasan desapercibidos.
Las mal llamadas “patologías raras” -el término estigmatiza a los niños que las padecen- se caracterizan por una baja incidencia en la población: menos de un caso cada dos mil habitantes. Sin embargo, son tantas las enfermedades que cualquiera puede padecerlas. Se calcula que en Argentina son 3,2 millones los pacientes con Epof.
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