Juana se fue, cuando tenía 25 años, a vivir al campo. Su marido, entonces, probó a sembrar patatas, usando un pesticida para evitar que los tubérculos se pudrieran. Un producto químico que, aunque ella entonces no lo sabía, iba a cambiarle la vida para siempre. Fue al coger una patata cuando se notó malestar en un ojo. Al mirarse en el espejo del baño se vio los párpados y los labios hinchados. A la hora tenía también las manos y los pies inflamados. “Me costaba respirar, al hospital llegué inconsciente”, cuenta Juana Muñoz al otro lado del teléfono, una vecina de Conil que reside en Chiclana, donde vive dentro de una burbuja, ya que padece fibromialgia, síndrome de fatiga crónica y sensibilidad química múltiple, aunque para conocer el nombre de lo que sufría tuvo que esperar bastantes años.
Esa primera estancia en el hospital, donde estuvo 15 días ingresada, aunque fuera hace 29 años, la recuerda con nitidez: “Me pude levantar a los ocho días y cuando me vi entendí por qué entraban tantos médicos a verme, parecía un monstruo, tenía la cara deformada, como si la piel se hubiera levantado y, además, con manchas rojas”. La sorpresa llegó cuando recibió el alta. Los médicos le dieron una buena y una mala noticia: podía irse con su familia, pero el informe médico se había perdido.
Al ducharse en casa y utilizar el gel de siempre, empezó a picarle todo el cuerpo, y su visita a especialistas de todo tipo se hizo habitual. Dermatólogo, digestivo, traumatólogo, ginecólogo, neumólogo… “Nadie me decía lo que me estaba pasando”, dice Juana, quien relata que, después de mil y una pruebas, la derivaron a salud mental. “Le conté a un psiquiatra los síntomas y no me veía que tuviera depresión”, dice. No obstante, estuvo un año con un tratamiento, pero “no mejoraba”. Entonces, tres años después del contacto con el pesticida, se empezó a barajar la posibilidad de que tuviera una de las denominadas enfermedades raras. Aunque tardaron nueve años en diagnosticarle fibromialgia, el síndrome de fatiga crónica y 19 para la sensibilidad química múltiple.
Juana, tras agravarse sus enfermedades —y después de superar un cáncer de mama hace cinco años—, vive aislada en una burbuja acondicionada en su casa de Chiclana donde, al llegar, empezó a empeorar —“tenía pérdidas del conocimiento, mareos…”— y a cuidar su contacto con cualquier elemento químico que pudiera perjudicarla. “Iba a la consulta de mi médico de cabecera y me asfixiaba, me quedaba dormida, vomitaba, tenía una tos horrible… por eso fui a un médico de Granada y, tras contactar con el Clínic de Barcelona, me diagnostican la sensibilidad química por teléfono, y me dijeron que no tenía cura y que apenas se investigaba”.
Ahí centra los esfuerzos de su lucha, iniciada hace un año —cuando comenzó a subir vídeos a redes sociales para sensibilizar sobre los síntomas de las enfermedades que padece—, en pedir que se fabriquen mascarillas ecológicas —y de distintas tallas, también para niños— que puedan usar tanto como ella como el resto de afectados por estas enfermedades. “¿A qué están esperando, a que enfermen más niños? ¿A que estemos todos encerrados?”, se pregunta.
“Algo tan habitual como entrar en casa se ha convertido en un ritual que por mucho que se repita jamás será realmente una rutina: quitarse toda la ropa y pasar desnudo directamente al baño para limpiarse a conciencia. Los productos que uso son ecológicos, los de higiene importados de Alemania, la ropa solo de algodón, necesito un tanque de oxígeno y una mascarilla de cerámica porque es el único material que tolero, traído de Alemania también”, expone Juana en una carta remitida a Dolors Montserrat, ministra de Sanidad, a la que pide, además de que se fabrique la mascarilla ecológica, que haya zonas blancas libres de químicos, que estas enfermedades se impartan en la universidad, para poder tener “lo mismo que un preso, tener horas de visita y poder salir al patio”. También solicita ayuda al Defensor del Pueblo Andaluz, a empresas fabricantes de mascarillas y a partidos políticos de todo signo y condición.
La campaña El Abrazo, impulsada por Soledad Ariza, y apoyada por colectivos como la Asociación Fibromialgia de Chiclana (Afichi), busca —también a través de change.org— que se fabriquen estas mascarillas y pueda, por fin, volver a abrazar a sus seres queridos. “Mi madre, que tiene demencia senil, me ve llorando a través de los cristales y me pregunta cuándo voy a tener la mascarilla, le digo que pronto, porque sé que la próxima vez que pregunte no se va a acordar…”, dice Juana, una luchadora que lleva su situación con una entereza admirable. “Si vives una porquería de vida es difícil no caer en el desánimo, pero lo llevo lo mejor que puedo”.
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