Abul Bajandar sabía que podía suceder, pero se aferraba a la esperanza de que su peor pesadilla no se repitiese. Los médicos que lo trataron en el Hospital Universitario de Dacca, la capital de Bangladés, le habían explicado que las verrugas que caracterizan a la epidermodisplasia verruciforme, una extraña enfermedad que solo afecta a cinco personas en todo el mundo, podían volver a crecer. Y, desafortunadamente, así ha sido. A pesar de que los cirujanos concluyeron con éxito la serie de 16 operaciones con la que lograron extirpar seis kilos de verrugas que cubrían sus extremidades, ahora Bajandar teme volver a convertirse en el hombre árbol.
“Estaba bien después de la que creí que era mi última operación hace seis meses. Al menos, podía utilizar una cuchara para comer por mí mismo”, declaró a la Agencia EFE desde la cama del hospital en el que ha pasado los últimos dos años. “Pero ahora vuelvo a sentir dolor. No puedo doblar los dedos así que necesito la ayuda de mi mujer o a veces de mi madre, que me visita ocasionalmente, para comer. No sé si alguna vez estaré curado y volveré a casa o a trabajar”, lamentó Bajandar, que calificó el dolor de “inaguantable”.
El prolongado tratamiento y la decisión de los doctores de mantener a Bajandar internado también está pasando factura a su familia. «No tenemos que pagar por nada aquí, pero aún así estamos sufriendo por la larga estancia», aseguró la mujer de Bajandar, Halima Akter.
Akter pasa los días cuidando a su marido y viendo la televisión en la habitación de dos camas de la unidad de quemados donde se alojan, y come junto a su hija en la cantina del hospital. «Cuando llegamos aquí mi hija tenía tres años. Ahora tiene cinco, pero no podemos llevarla al colegio», explicó a EFE.
En febrero de 2016, antes de que fuese sometido al primer procedimiento quirúrgico, el médico que dirige el comité encargado del inusual caso de Bajandar ya adelantó a EL PAÍS que la enfermedad no tiene cura. “Lo que no sabemos es cuánto tardarán las verrugas en reaparecer. Pueden ser meses, o años”, afirmó entonces Samanta Lal Sen, responsable de la Unidad de Quemados y de Cirugía Plástica del centro. Los doctores creen que se trata de una dolencia genética —aunque nadie en la familia de Bajandar ha sufrido nada parecido— y reconocen que no existe más tratamiento que la cirugía para impedir que las verrugas vuelvan a arrebatarle a este joven la posibilidad de abrazar a su hija.
Eso era lo que más ansiaba hacer Bajandar. Porque, desde que nació, nunca había tocado a la pequeña, que entonces tenía tres años. Lo consiguió a mediados de 2016, después de varias operaciones que también le devolvieron la esperanza de llevar una vida normal. Generosas donaciones permitieron que Bajandar y su esposa comprasen un terreno en su distrito natal, Khulna, y soñasen con montar un negocio propio que les sacase de la pobreza en la que han vivido siempre. Pero no parece que se vaya a hacer realidad.
La semana pasada, el equipo de Lal Sen tuvo que volver a intervenir en las manos de Bajandar, y los médicos no tienen intención de darle el alta. Al contrario, están meditando la posibilidad de contratarlo en el propio hospital para que permanezca monitorizado, pero también se sienta útil.
Es un desenlace triste para una historia que siempre se ha contado desde una perspectiva optimista. Al fin y al cabo, Bajandar, incapacitado para realizar cualquier tipo de trabajo, había caído en la mendicidad y lograba limosna gracias a que muchos estaban dispuestos a pagar por retratarse junto al hombre árbol. Un periodista de la agencia AFP lo conoció, contó su historia, y propició que el Gobierno se involucrase rápidamente en un tratamiento llamado a mostrar la cara más amable y avanzada del sector médico de Bangladés.
Curiosamente, el pasado mes de febrero, una niña fue diagnosticada también C en el mismo hospital, aunque llegó en una fase inicial de la enfermedad. Los médicos todavía no saben por qué se manifiesta a diferentes edades, y si se puede evitar que lo haga. No en vano, el propio Bajandar disfrutó de una infancia normal. Las primeras verrugas aparecieron cuando tenía 15 años, pero en un inicio crecían lentamente. Cuando se casó con Akter apenas le provocaban molestias, pero fue a partir de los 20 cuando sus manos y sus pies comenzaron a parecer las ramas de un árbol. “Espero que la maldición no regrese”, dijo ayer Bajandar al diario británico Daily Mail.
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