La literatura, el cine y las fiestas populares están llenos de grandes apuestas para ver quién logra comer o beber más, y ahí está Paul Newman metiéndose entre pecho y espalda 50 huevos duros, o el buenazo de Obélix soñando siempre con sus jabalíes a la brasa. Alonso Arroyo, un chico madrileño de 17 años, no podría competir con ellos porque ganaría a costa de su salud y quizá de su vida. Él no tiene sensación de hartazgo, solo ansiedad por ingerir sin parar, lo mismo le da un plato de pasta que un kilo de sal, 10 yogures o algo “mucho más mortífero, como un bote de pintura”. Para evitarlo está su madre, que lucha con denuedo por bajar o mantener a raya los 112 kilos que ahora pesa el muchacho.
La enfermedad de Alonso surge de una alteración en el cromosoma 15, que padecen unos 400 españoles diagnosticados y cerca de 3.000 sin diagnosticar. Alonso se lo sabe de memoria. Nada más sentarse en la terraza del bar abre la carta y ojea las viandas. La madre, Elena Escalante, se pone nerviosa. “Alonso, estamos hablando con la periodista”, le riñe.
Finalmente, se pedirá un refresco, se comerá las patatas fritas del aperitivo y la rodaja de naranja. Y preguntará:
—Mamá, que me haya comido esto ¿no significa que no pueda comer el almuerzo, no?
Interrogantes de ese tenor se repiten decenas de veces al día, hasta la saciedad, aquí sí. En los 17 años del chaval, que ha completado la ESO con un programa de integración, Elena dice que ha dormido pero no ha pegado ojo. Porque el niño se levantaba por las noches y atracaba la cocina, hasta que los padres decidieron quitarse la venda y reconocer que había que tomar medidas, que esto no era una cuestión de educación y disciplina. Ahora, para franquear la puerta de la cocina hay que teclear un código. Alonso bromea: “Siempre le digo a mi madre que si me dará la contraseña antes de morirse”.
Los padres se enteraron de que el niño era síndrome de Prader-Willi, es decir, que no puede parar de comer, cuando en los cumpleaños de los amiguitos el crío seguía barriendo las mesas mientras todos los demás se habían ido a jugar hacía ya un buen rato.
El colegio tampoco fue un camino llano. Los alumnos le endilgaban las sobras del rancho diario y algunas amigas de la infancia vigilaban sus andanzas entre las papeleras selladas del patio del recreo. Un día se escapó del centro y fue tienda tras tienda comiendo gratis. “Eso es robar”, no me llamo a engaño, dice Elena. “Su padre y yo fuimos a un establecimiento y a otro a pagar y a pedir perdón; al tercero no llegamos, comprendimos que era absurdo, que lo estábamos abordando como una enseñanza moral y esto no es más que una afección cerebral”. En efecto, un desasosiego que no va a cesar, que ha acabado con la vida social de la familia, que no cuenta ni con una plaza para el chico en Burgos, donde está el centro de referencia, para descansar 15 días en verano.
Mamá, ¿qué vamos a comer hoy?
La mujer se impacienta otra vez. Algunos padres dan a sus hijos buenas dosis de ansiolíticos para combatir su hambre perenne. “Yo prefiero que esté activo y aguantar la tortura”.
Y el chico, ¿qué opina de la aflicción de la madre? “La veo sufrir, de pequeño no me daba cuenta, pero ahora me fijo”.
Alonso acaba de perder la ayuda que recibía porque la Administración le ha rebajado el grado de discapacidad a un 33%. “Será porque he aprobado el test de inteligencia”, dice. Desde luego se expresa con soltura y lujo de vocabulario. Elena, historiadora del arte, que abandonó su trabajo para dedicarse a su hijo, no ha dejado de llevarle a exposiciones, teatro y actividades culturales.
Y yo se lo agradezco, dice Alonso.
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