A sus once años, Laura (nombre ficticio) nunca ha comido una gominola. Desconoce a qué sabe el chocolate. Y no es porque esté a dieta. O porque ella sea rara. La rara es su enfermedad. Tiene histaminosis alimentaria no alérgica (HANA) de grado severo, un síndrome que le provoca alergia a casi todos los alimentos. No puede comer patatas, ni fruta (excepto manzana y uvas), ni tomates. Tampoco tolera las acelgas, ni las espinacas. No puede comer ningún pescado, ni leche, ni pasta, ni trigo, ni arroz, ni legumbres. De la carne, sólo prueba la ternera, el cordero y el conejo. «Básicamente se alimenta de cierto tipo de carne 100% ecológica, zanahorias, brócoli y nabo», detalla Carlos, su padre.
La culpable de su situación es la histamina, un «bichito» que se encuentra en casi todas partes y que se acumula en las células del propio cuerpo. Para cualquiera pasa inadvertido pero a Laura le hace perder la salud. «Su cuerpo reacciona exageradamente a todo lo que lleve esta molécula. Le provoca taquicardias, dolores de cabeza severos y ataques de epilepsia, entre otros muchos síntomas. A veces nota que le va a estallar la cabeza, que los huesos se le rompen y en cuestión de minutos pasa de tener fiebre alta de 40 grados centígrados a 34,5; así cuatro o cinco días. Nadie sabe cómo puede vivir a esa temperatura», relata Juani, la madre, siempre pegada a los fogones de casa.
Cuando Juani acaba de cocinar, empieza una carrera a contrarreloj: sólo tiene dos horas para darle la comida a su hija. «Si no, se contagia de enzimas y le sienta mal». A la hora del almuerzo se acerca al colegio para darle el alimento recién hecho. Las comidas y las cenas se hacen al momento en casa.
En casa de Juani y Carlos hay dos vajillas, dos baterías de cocina, dos estropajos… Un par de todo. Laura necesita usar los enseres en exclusiva «porque su sistema inmunológico está bajo». No usan colonias ni pasta de dientes porque le salen llagas en la boca. Hasta las sábanas tienen que limpiarse con agua porque cualquier suavizante le provoca ronchas en la espalda. «Ya le ocurrió en el hospital».
En el congelador hay una ternera recién llegada del matadero. Es 100% ecológica. Sólo para Laura. Carlos acaba de pagar 3.000 euros a un ganadero por criarle ex profeso al animal y luego alquiló una furgoneta limpia sin el contacto de otras carnes contagiadas para trasladarla. Con esta pieza tiene para seis meses de menús. «Gracias a Dios conocemos a gente que nos hace el favor de criarnos un cordero, conejos o una ternera en un terreno especial». Gracias a Dios el otro día llamaron a la puerta de casa. Era un amigo que recoge sal marina natural, sin refinar. Les regaló dos kilos para las comidas de Laura. No tolera nada procesado.
La pequeña tampoco puede tomar medicamentos químicos porque le dan alergia. «Nos los hacen en los laboratorios de Alemania, en el Coliseum, en Pasteur o Barrachina». Carlos enseña la última factura de medicinas: 439 euros más 82 más 50. Sólo para un mes. Más los masajes terapéuticos, más la doctora (privada), más los vuelos a Barcelona, más las analíticas… La última, hecha en EEUU, les ha costado 1.000 euros. Y las que vendrán… porque hay que ir revisando cómo actúa el cuerpo a los alimentos, ya que con el paso del tiempo, va variando. Hubo un tiempo en que comía pollo, pero se puso malísima, con vómitos, espasmos, diarrea y desregulación térmica. Ahora lo tiene prohibido. Como casi todo.
-¿Cómo te sientes, Laura?
Ella contesta a EL MUNDO con un dibujo. Está nerviosa porque no sabe qué pintar.
-¿Tengo que dibujarme a mí? ¿Puedo pintar animales?, pregunta. Es lo que más le gusta. De mayor, quiere ser veterinaria. Cada viernes visita un centro de recuperación de aves, donde les da de comer. «En verano hay tortugas y le encanta ir a verlas», cuenta su padre. Laura empieza a pintar un pájaro (ver imágenes). «Se siente libre allí». Quiere liberarse algún día de su enfermedad.
La pequeña sigue sin asumir su situación. Desde hace casi tres años va al psicólogo, a la Unidad Comunitaria de Salud Mental de la Infancia y la Adolescencia (UCSMIA). Presenta una sintomatología «ansiosa y depresiva» y en muchas ocasiones intenta normalizar al máximo sus síntomas físicos hasta que se agravan. «Laura sigue sin aceptar estas limitaciones e intenta esconder sus dolores para seguir con su día a día con normalidad y evitar visitas con especialistas o médicos», detalla el último parte.
Laura se queja a su madre. «Cree que toda su vida va a ser así aunque tiene la esperanza de que un día se acabe», solloza Juani. Últimamente está más baja de moral porque no mejora; hay una idea a la cabeza, que no para de repetir: «Mamá, preferiría comer cosas que me hagan daño pero ser feliz», le dice.
Porque la vida de Laura es un ir y venir a los hospitales. «Aprendió a caminar a los nueve meses con el suero puesto», recuerda su madre. Tras el parto, los médicos le dijeron que era intolerante a la lactosa, pero con la lactancia materna fue más o menos bien, hasta los dos meses y medio cuando dejó la teta y le dieron biberón. Ahí empezaron los vómitos y las diarreas. «Le di leche vegetal y mejoró». Pero a los seis meses, cuando introdujo las papillas (aunque eran sin gluten), volvieron los síntomas.
«Empezamos a ingresarla continuamente en el hospital Mateu Orfila de Mahón. Salíamos el viernes y el sábado volvíamos al hospital. Durante este tiempo se alimentaba sólo de suero y aun así estaba deshidratada. Perdía peso y dejó de crecer», recuerda Juani. Finalmente, los médicos, desconcertados, la mandaron al hospital de referencia de Palma, Son Espases y empezó el rosario de ingresos. «Cada dos por tres ingresaba, a veces hasta 15 días seguidos». Así hasta los dos años y medio, cuando les hablaron de un kinesiólogo reputado de Barcelona, que a su vez se reconoció limitado y los derivó a la doctora Luisa Colomer, también de la capital catalana.
Colomer se tomó mucho interés. Le pautó mandó una dieta estricta sin proteína láctea, ni gluten, ni pescado, ni solanáceas (patata, berenjena, tomate y pimiento), sin lactosa, ni frutos secos, ni frutos rojos, ni cítricos, ni azúcar ni huevo. Y Laura empezó a mejorar y dejó de tener ingresos.
Hasta los seis años no le diagnosticaron la enfermedad: histaminosis y la intolerancia alimentaria múltiple. Pero siguen sin tener explicación a muchas reacciones de su cuerpo. Los médicos no se explican por qué le salieron ocho bultos en la cabeza ni por qué se le fueron seis de repente y quedaron otros dos. Nunca han sabido el motivo de ese dolor extremo en las articulaciones, ni por qué cuando sube a un avión enferma. «Se pone pálida, se nota cansada y le duelen la cabeza y los huesos. Cuando la tocas te da la electricidad y en los espacios cerrados se pone fatal por la radiación». No puede ir en metro -cogen el autobús- y siente que se ahoga cuando está en un centro comercial.
Aún hoy, los partes médicos siguen hablando de una «sospecha de enfermedad autoinflamatoria» que siguen sin resolver pasando «de un especialista a otro». Carlos asegura que si no fuera por los médicos de la sanidad privada, su hija no estaría viva.
Cada dos meses cogen un vuelo de Menorca a Palma para ir a Son Espases. «Allí únicamente la pesan y la miden. Me preguntan cómo le va con las pautas de la doctora privada de Barcelona -ahora han empezado a ir a otra de la Clínica privada Juaneda de Palma-, lo apuntan y me citan para la próxima visita al cabo de dos meses», critica la madre. «Reconocen que no saben qué hacer con ella…Que es un caso raro».
Desesperada, Juani ha pedido un segundo diagnóstico en el hospital Sant Joan de Déu pero la solicitud lleva meses parada por la neuróloga. «La niña se queja de que le quema el cerebro pero no le quiere hacer pruebas pero tampoco me sabe decir el motivo». Y por eso, Juani y Carlos se han prestado a hablar con ELMUNDO. Sólo reclaman un segundo diagnóstico.
Estos padres no quieren salir en fotos. No quieren notoriedad. Vaya por delante que nunca han hecho una rifa ni nada similar para pagar los costes de la enfermedad. «Ni lo haremos». Sólo piden que su hija sea tratada por médicos especialistas de otras regiones de España porque en Baleares se ha comprobado que «son incapaces». Sólo quieren curar a su hija.
«Hace unas semanas, el director asistencial del IB-Salut, Nacho García, se llenó la boca diciendo que el Servicio de Salud balear cubría el coste de las enfermedades raras».
Se refieren a unas declaraciones en un diario local donde el directivo aseveró que «todos los pacientes de enfermedades raras tenían garantizado su tratamiento» y que si el enfermo no podía recibir tratamiento en las Islas, el IB-Salut se hacía cargo del traslado y de la asistencia recibida en otra comunidad autónoma e incluso fuera de España». García concluía afirmando que no hacía falta que «se organizasen rifas ni actos benéficos para recaudar fondos» para pagar el tratamiento, en referencia al polémico caso de Nadia.
«Yo quiero contestarle al señor García que es mentira. A mí nunca me han propuesto que mi hija sea tratada en otro hospital de España. He pedido un cambio de neuróloga y para hacerle más pruebas me ponen mil trabas. Hay que lucharlo todo hasta la saciedad. Estamos cansados y todo el tratamiento sale de nuestro bolsillo», revienta Juani, que reconoce que limpia una escuela porque es el único trabajo donde le permiten salir cada tres horas para hacerle la comida a la niña. El sueldo del padre, vigilante de seguridad privado del aeropuerto, tampoco da para asumir los gastos del tratamiento (unos 12.000 anuales).
Gracias que la familia les ayuda. Gracias que los niños de la escuela arropan a Laura. Gracias que la maestra va cada lunes y miércoles a casa para recuperar las clases perdidas (23 días en lo que va de curso). Gracias que en esa casa los besos también se dan a pares. Aunque el último análisis les haya prohibido besarse porque Laura se ha infectado de lactosa por un beso de su padre. «Es lo único a lo que no podemos renunciar», dice Juani. Se oye un «muac» .
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Fuente: http://www.elmundo.es/baleares/2017/02/06/58982a59468aeb70338b4634.html