Angustia, incertidumbre, miedo, inquietud, inseguridad… Después de un desafortunado susto inicial, así viven cada año miles de familias la noticia de que lo que su hijo tiene es una enfermedad rara. Solo el apelativo ya nos produce desasosiego. ¿Y ahora qué? Son muchas las preguntas pero muy limitadas las repuestas que pueden darse con seguridad. La Federación Mexicana de Enfermedades Raras (FEMEXER) y AcceSalud conocen bien las reacciones de estas familias y saben que, detrás de todas ellas, se esconde un miedo comprensible y justificado.

La mayor parte de estas enfermedades son graves, incapacitantes incluso. Degenerativas también, poniendo en riesgo la vida de las personas que las padecen a edades tempranas en la mitad de los casos aproximadamente, acortándola o limitando su autonomía en todos los demás. Son raras por infrecuentes, raras por desconocidas, raras por su dificultad para ser diagnosticadas con precisión y, lo que es aún peor, muchas son también raras por intratables.

La medicina sabe más de lo usual que de lo inusual, la lógica es aplastante, pero la realidad a la muchos quedan condenados no es por ello menos desesperante. Se cuentan hasta siete mil enfermedades raras, siete mil jarros de agua fría. Incluso ante la misma etiqueta es habitual que dos personas respondan de forma distinta a los fármacos y a las intervenciones que puedan llevarse a cabo. Malditas rarezas.

Los síntomas que los padres o los pediatras detectan suelen ser apreciables antes de los dos años de vida, ningún momento es bueno, pero este es especialmente doloroso porque todos entendemos de un modo más o menos implícito que la infancia es sagrada. Dificultades en la comunicación, la percepción, la psicomotricidad, en el aprendizaje, el desarrollo cognitivo…

En medio de este escenario imprevisible la familia saca fuerzas de donde no sabía que las tenía almacenadas y lucha como puede para sobrellevar todas las dificultades que se les vienen encima: en la escolarización, en las incontables pruebas, en los eternos plazos que se van sucediendo sin que en ellos se obtenga una sola gota de tranquilidad… Es el camino empedrado que los padres recorren con el objetivo de tener, nada más y nada menos, que un niño lo más feliz y lo más autónomo posible.

El adulto se olvida de sí mismo por el camino. Se encarga uno del trabajo, como puede, porque de algo hay que vivir. Se encarga uno de sus otros hijos, con ilusión pero también como buenamente puede. Una vez cuidados el resto de hermanos y superadas las obligaciones, es muy habitual que la familia entera viva alerta, pendiente de qué pasará mañana, cómo evolucionará esa enfermedad de la que tan poco se sabe, cómo reaccionará a tal medicamento o cómo amanecerá mañana después de tal intervención.

¿Y qué ocurre con la pareja? ¿Acaso no surgen ya conflictos y desajustes en la pareja tras el nacimiento de un niño sano? La llegada de un bebé multiplica los estresores con los que se lidia cada día y multiplica también los temas en los que la falta de acuerdo puede generar conflicto. Imaginemos entonces lo que ocurre cuando, además, ese niño requiere de atenciones extra. El impacto de una situación  como esta, que implica un reto mucho mayor y también más inquietante, puede llegar a ser devastador para la pareja.

Las generalizaciones son odiosas, pero la pura observación de la realidad nos revela que cuando surgen dificultades graves con un hijo, también ante la pérdida o ante la vivencia de sucesos traumáticos, la mayoría de las parejas se resienten, incluso hasta el punto de la separación. Son muchos los conflictos inherentes a la pareja, muchas las dificultades que cualquier pareja sobrelleva habitualmente, como para que se sigan sumando tensiones.

Y la enfermedad de un hijo, especialmente si es crónica, es una de esas circunstancias que supone un gran impacto para la salud emocional de toda la familia y por supuesto también para la salud de la pareja. Pasa demasiadas veces que la pareja se pierde, se diluye en todo este mar de incertidumbre. La lógica nos dice que las cosas deberían ser al revés, que la pareja se une ante la adversidad y la unión la dota de más fuerza. Sí, en teoría, al menos ante las necesidades del hijo, pero no ante las suyas propias. Y, a veces, ni siquiera con respecto a las necesidades del hijo, la pareja se siente unida y apoyada.

No todas las personas reaccionan igual ante un giro de guion tan inesperado y es complicado prever cómo va a responder uno ante la dureza de esta prueba de vida. Lo que es cierto es que habitualmente ambos padres no sobrellevan igual sus miedos, su rabia y su impotencia. Es complicado también que ambos tengan los mismos esquemas implícitos acerca de cómo han de gestionarse estas situaciones, cómo ha de cuidarse al niño, cómo ha de protegerse al resto de hermanos, cómo deben expresarse y canalizarse la frustración y la indignación, de qué manera deben asumirse las nuevas responsabilidades o cómo debe tratarse este asunto con el resto de la familia.

Es complicado, incluso, prever un mismo grado de sacrificio y de entrega en ambos padres. Además, la pareja hay que cuidarla. Y cuando uno ya tiene demasiado a su cargo y apenas tiene fuerzas para cuidar de uno mismo, se hace aun más difícil mimar una relación que ya de por sí es muy demandante de cuidado.

¿Es esto insalvable? No debería, pero una vez más es necesario acercarse a cada caso de manera individualizada, porque en muchas ocasiones es tal la distancia que se ha generado que no queda ya energía para compensarla. Son tantas las decisiones que hay que tomar en estas circunstancias, que es muy fácil que se acumulen profundas heridas fruto de actos que a la otra parte le resultan incomprensibles.

Para aquellos casos en los que no está todo perdido, es importante recordar que el apoyo emocional de la pareja es fundamental y más en situaciones difíciles, por eso es imprescindible entender que, aunque el otro viva y exprese sus emociones de manera distinta, es también un compañero de equipo fundamental. Siempre que haya por las dos partes voluntad de ofrecer ese apoyo, incondicional y sin egoísmos posibles, claro está. Conviene, quizá, dedicarle algo de esfuerzo a la pareja, si eso va a servir para fortalecerse frente a todo lo que queda por delante, que nunca es poco.

Han cambiado los planes, pero ello no implica que haya que deshacer todo lo que estaba preestablecido. Merece totalmente la pena dedicarle algo de tiempo a reajustar la pareja -aunque sea recurriendo a ayuda profesional- y darse la oportunidad de afrontar esta nueva situación más unidos que nunca. Eso que a priori no parece prioritario, puede serlo en el largo plazo.

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Fuente: http://www.theluxonomist.es/2016/09/15/un-hijo-con-una-enfermedad-rara-que-pasa-con-la-pareja/ana-villarrubia?utm_content=buffer7adea&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer